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La tragedia del estadio La Corregidora; así la viví

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Por Héctor Cantú

Asistí como aficionado sin saber lo que me tocaría atestiguar

Asistí al Estadio La Corregidora como cada 15 días, con el deseo de ver futbol en calidad de aficionado. Nunca imaginé que dos horas más tarde, me convertiría en un testigo más de una tarde negra en la historia del futbol mexicano.

Al llegar al recinto pasé los dos filtros de seguridad sin problema. El primero, sin que alguien revisara minuciosamente si llevaba cinturón y si tenía en los bolsillos algo que no estuviera permitido, un protocolo que es exhaustivo en otros inmuebles y que dejó de serlo en La Corregidora desde que la afición regresó a las gradas, luego de la pandemia por COVID-19.

En el segundo filtro, antes de subir las escalinatas, fui revisado por un miembro de seguridad con poca maestría. Un mero trámite. Un acto de simulación. Nunca se percató que en mi bolsillo derecho llevaba un bote con gel antibacterial y, en el izquierdo, una bolsa de cacahuates que había comprado antes de ingresar al estadio. Sin ser cuestionado y sin mostrarle lo que cargaba en mis bolsas, seguí mi camino.

“Guerra de porras”, escribí a un amigo aficionado del Atlas quien iba a acompañarme y que por motivos de trabajo no pudo asistir. El mensaje, enviado  por WhatsApp -que después se convertiría en algo premonitorio- lo ilustré con un video corto donde se veía a ambos grupos de animación cantando hasta desgañitarse y alentando fielmente a su equipo.“Esto le da color al futbol”, pensé.

Llamaron mi atención dos cosas de forma inmediata. La primera, la cantidad de miembros del Atlas que ya habían llenado la ‘jaula’ en la que son colocadas las porras visitantes. La segunda, que justo del lado izquierdo desde mi campo de visión, había otro grupo numeroso de aficionados rojinegros sin ningún tipo de supervisión policial o seguridad. “Espero que esto no acabe mal”, les respondí a dos personas que ocuparon dos asientos cercanos al mío y quienes me dijeron: “hace mucho no se sentía este ambientazo".

Antes de terminar el primer tiempo, personal de seguridad se acercó al barandal de la zona central oriente alto. Se intercalaron sin importar si estorbaban nuestra visibilidad. Las cabezas de los aficionados más cercanos a ellos se movían de un lado a otro buscando un mejor ángulo de visión ensuciado por estas personas con playera negra y gorra que no apartaban su mirada de las gradas.

En cuanto terminaron los primeros 45 minutos decidí moverme de lugar. El sol caía a pleno y me resultaba incómodo. Además, en el expendio de bebidas más cercano no quisieron venderme una cerveza justificando que solo me la podían entregar en las escaleras. Este estadio tiene fama de vender bebidas rebajadas con agua.

Seguí mi camino hacia un lugar donde atestiguara que la cerveza que iba a tomarme venía directamente de las botellas. Así, con cerveza en mano, llegué a la cabecera sur, la contraria a donde se coloca la Resistencia Albiazul (grupo de animación principal de ‘Gallos Blancos’). La cabecera donde comenzó la tragedia.

Por el sol y para mantener una distancia social considerable, me refugié a unas seis hileras de la pared. Cerca de mí una familia con cinco niños disfrutaba de su primera vez en el estadio, eso lo sabría más adelante, en medio del caos.

Habían pasado 15 minutos del segundo tiempo cuando vi movimiento detrás del arco de Washington Aguerre, portero de Querétaro. La gente de la zona de abajo comenzó a aislarse del conato de bronca que creció cuando el sector no resguardado de la porra del Atlas se movió hacia la zona del conflicto.

Alcancé a ver a un joven que intentaba abrir las puertas de la ‘jaula’ sin conseguirlo. Indicaba, con las manos a quienes estaban encerrados, cómo llegar a esa zona para “defender a los suyos”, que, para ese momento, ya intercambiaban golpes y patadas con los miembros de un pequeño grupo de animación de ‘Gallos Blancos’ que suele colocarse en la parte baja de la cabecera sur.

“Cuídate mucho”, contestó mi amigo cuando le envié el video de lo que sucedía en la parte de abajo. Tres minutos después llegó el caos.

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No me percaté en qué momento se rompieron los cercos de seguridad. La gente comenzó a invadir la cancha. En otro video le relaté a mi amigo lo que veía. La afición del Atlas había llegado al campo, lo mismo la de Querétaro y se golpeaban sin piedad. Incluso, a lo lejos alcancé a distinguir a una mujer con la camiseta de los ‘Zorros’, que era alcanzada por los puños de un cobarde del equipo contrario. Todo, a unos metros de mí.

Con el descontrol, quienes compartíamos la zona terminamos atrincherándonos en la pared. No había lugar hacia dónde correr. Abandonar el estadio era de alto riesgo pues los miembros de las porras ya se golpeaban por todos lados. Era muy probable que incluso a las afueras, donde otras veces se han enfrentado los mismos grupos de animación, también hubiera violencia.

Los cinco niños que minutos antes compartían risas y tomaban refresco, ahora lloraban aterrados y sin entender qué es lo que sucedía. “¿Para qué nos trajiste?”, reprochó uno de ellos a su mamá, quien me miró sin saber qué contestarle. “Es la última vez que venimos, te lo prometo”, le respondió.

Sentí miedo desde que todo se descontroló. Pero me aterré cuando dos aficionados con la camiseta de ‘Gallos Blancos’ caminaron por el pasillo que daba hacia donde estábamos ubicados. Esa zona alejada, que antes se sentía segura, ya no lo era tanto.

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Otro seguidor también del Querétaro, ubicado en el acceso de las escaleras, les pidió tranquilidad con las dos manos. No lo hubiera hecho. Uno de ellos, subió los escalones, lo confrontó y le soltó dos golpes arteros, inmisericordes, brutales, que lo tiraron hacia las butacas.

Fue ese el momento donde sentí terror. Me di cuenta de que ya no era una cuestión de barras, de colores, o aficiones. Era golpear por golpear: La violencia en su máxima expresión.

Salí del estadio 20 minutos después acompañado de otras personas y la familia con los cinco niños. Nos acompañamos hasta la zona de los estacionamientos, donde ya había granaderos, mismos que brillaron por su ausencia durante todo el evento.

Llegué a mi auto sin conocer las imágenes de horror que vería después en redes sociales y en los noticiaros.

La Corregidora había sido asaltada por la violencia. La misma que una vez más ha manchado al futbol mexicano.

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